La peregrina Poemenia
EL FENÓMENO DE LAS PEREGRINACIONES
En el s. IV se produjo un fenómeno que
si no del todo novedoso porque ya en el s. II Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica documenta el caso del obispo Alejandro que después del 200 se
dirigió a Jerusalén para “rezar y visitar aquellos lugares“ (HE 6,12,2), si adquiere unas
dimensiones verdaderamente notables. Nos referimos al relieve y la veneración
que adquieren los santos
lugares y el consiguiente
deseo de visitarlos que dio lugar al fenómeno de las peregrinaciones. La ruta
abierta por la emperatriz Helena en el 326 con su viaje a Jerusalén
“¡Mujer verdaderamente grande que pudo dar al
emperador mucho más de lo que ella recibió del emperador! Madre ansiosa por su
hijo, al que había cedido el Imperio de todo el mundo romano, se apresuró a
marchar a Jerusalén y allí buscó atentamente el lugar de la pasión del Señor
(...) Ventera verdaderamente excelente, porque con tanta rapidez corrió en
busca del establo donde nació el Señor” [1]
La leyenda de su
protagonismo en el descubrimiento de la
Cruz , su empeño religioso por la construcción de basílicas
(el Martyrium) en los lugares vinculados con la Pasión y la Resurrección del
Señor[2] fueron el detonante para hacer de Palestina la Tierra Santa de los
cristianos. Desde entonces, los fieles cristianos comienzan a venerar los
lugares que consideran santos sea por estar asociados con un acontecimiento de
la historia de la salvación, con personajes del Antiguo y Nuevo Testamento o
con mártires cristianos, y también, a medida que avanza el tiempo, con santos
monjes o con santos obispos. La devoción por estos lugares se traducirá en la
edificación de iglesias y en el fenómeno de lo que llamamos peregrinaciones, es
decir el desplazamiento a un lugar santo a causa de la misma santidad del
lugar.
“Lugar santo” (loca
sancta) llega a ser en el s. IV un término técnico para designar los
lugares bíblicos de Palestina, después la expresión pasará también a designar
los santuarios donde se encuentran las tumbas de los mártires. Pero además debemos
recordar también que por aquel mismo tiempo Atanasio de Alejandría publicaba la Vita Antonii donde daba a conocer la vida de los
anacoretas egipcios a todo el imperio, desatando con su obra la curiosidad de
la aristocracia romano-cristiana sobre el fascinante mundo de los monjes
motivando el deseo de visitarlos. De este modo Egipto junto con Palestina y las
tumbas de los mártires se convirtieron en destinos obligados de todo viaje a
Oriente.
¿Cuál fue la reacción de la Iglesia ante este nuevo
fenómeno? ¿Cuál fue la reacción de los Padres? ¿Qué aportaban, según ellos, los
lugares santos a sus visitadores? En este sentido los textos patrísticos son
unánimes: 1) Los lugares santos tienen un valor apologético: confirman la fe de
los peregrinos. 2) Conducen a la oración. El motivo declarado de muchas
peregrinaciones es para rezar (gratia orationis); la oración acompaña la
conmemoración, la memoria del acontecimiento o del personaje que funda la
santidad del lugar. 3) El lugar santo tiene poder de edificación, son fuente de
virtudes para los que viven en ellos y para los que los frecuentan. 4) Por
último, además de conducir a la oración y de edificar a sus visitantes, también
les santifican. Poseen una especie de transmisión de lo sacro por contacto. El
peregrino al pasar por un lugar santo se coloca en contacto con un elemento
sacro del que espera sacar algún beneficio salvífico espiritual, pero también
material, sobre todo la curación corporal en el caso de los lugares vinculados
a los mártires[3].
Cierto es que
esta actitud positiva de los Padres en general, tuvo también sus excepciones.
Tal fue el caso de Gregorio de Nisa en su conocida epístola 2, entre otras
razones porque los viajes a Tierra Santa exponían a la castidad femenina a
serios peligros.
Una mujer no
puede realizar un viaje tan largo si no tiene quien la acompañe, ya porque,
debido a su debilidad natural, se la debe ayudar a subir y a bajar de la
cabalgadura en los lugares difíciles. Y, cualquiera sea la disyuntiva, o tenga
un allegado que se preocupe de ella, o un criado que la acompañe, en ninguno de
los casos está libre de falta. Pues, tanto si se confía a un extraño, como a un
familiar, no observa la ley de la continencia. Y, puesto que en aquellos
lugares de Oriente, las posadas, las hospederías y las ciudades tienen mucho de
licencioso y de indiferente hacia el mal, ¿cómo se puede conseguir que a quien
anda entre humos no se le irriten los ojos?[4]
Pero además para Gregorio no hay
lugares cristianos más santos que otros; él mismo ha constatado los peligros
para la fe que entraña una ciudad tan corrompida como Jerusalén que aparecía como la menos
santa de las ciudades:
Si la gracia de
Dios se manifestase más en Jerusalén, el pecado no sería tan habitual entre sus
habitantes. No existe hoy día ningún delito que no se cometa entre ellos:
adulterios, fornicaciones, robos, idolatrías, envenenamientos, asesinatos y
muertes. El mal está tan
arraigado que más que en ningún otro sitio existe propensión para la muerte en
estos lugares[5]
También Jerónimo que en su epístola 46
llamaba a Marcela a
Palestina (a. 386), y en la epístola 53 proponía a Paulino de Nola (a. 394)
emprender un “viaje de estudios” a Palestina para estudiar la Biblia y el país mismo, un
año después pondrá objeciones a la santidad de Jerusalén la epístola 58.
Si
los emplazamientos de la cruz y de la resurrección no estuvieran en una ciudad
tan populosa, en la que hay un pretorio, un cuartel, hay cortesanas, mimos,
bufones y todo lo que suele haber en otras ciudades, si Jerusalén sólo fuera
visitada por multitudes de monjes, entonces un lugar así sería buscado por
todos los monjes para vivir allí. Pero sería un gran desatino renunciar al
mundo, dejar la patria, abandonar las ciudades y hacer profesión de monje para
ir al extranjero a vivir en medio de un tráfago mayor de gente que el que uno
hubiera tenido en la propia patria. Aquí se viene de todo el orbe, la ciudad
está llena de hombres de todo tipo, y es talla aglomeración de uno y otro sexo,
que lo que en otro sitio pretendías huir no era sino una parte de todo lo que
tendrías que aguantar aquí[6]
Indudablemente
Jerónimo habla en términos peyorativos de Jerusalén después de sus
desavenencias con Juan, el obispo de la ciudad santa y Gregorio después de un viaje
infructuoso como mediador, pero esto no resta valor a sus argumentos: 1) La
presencia de Dios está en todas partes y no es exclusiva de un lugar: “Un cambio de lugar no produce una
aproximación a Dios, sino que donde tu estás, Dios vendrá a ti, si la
habitación de tu alma se encuentra tal que el Señor pueda habitar en ti”[7].
2) Si tu alma y tu vida no son dignas de Dios, ningún lugar tiene el poder de
santificarte. 3) Incluso la cuidad santa puede ser un lugar de pecado y de
prevaricación, fornicación, adulterio, idolatría. La santidad del lugar no
necesariamente santifica a sus habitantes. Con todo, tanto para Gregorio como
para Jerónimo, las tumbas de los mártires se salvan de las reservas de ambos
contra las peregrinaciones
EL PROTAGONISMO DE LAS MUJERES
Pero si novedoso
fue el hecho del auge sin precedentes que tomaron las peregrinaciones, lo
realmente sorprende de este fenómeno fue el protagonismo que en él tuvieron las
mujeres. Tal vez, el hecho de que hubiese sido Helena, una mujer, la que había
abierto la ruta tuviese algo que ver en ello. Aunque no creemos que, por muy
encumbrado que fuese su ejemplo, sirviese para explicar y desencadenar un
fenómeno no sólo espiritual, sino también social como fue el hecho que muchas
mujeres se atreviesen a viajar solas, sin compañía de esposos, hermanos o
parientes, exponiéndose a los peligros y las molestias que un viaje tan largo
acarreaba sin dudar. Tal atrevimiento suponía una emancipación social femenina
provocadora en una cultura acostumbrada secularmente a recluir a sus mujeres
entre las paredes protectoras de la casa familiar. A este respecto es muy
sugestivo señalar que de entre estas mujeres que se atrevieron a salir solas
del ámbito privado y familiar a las vías públicas surgieron las primeras
elaboraciones literarias femeninas en época romana. En efecto, dos de las más
intrépidas peregrinas (Paula y Egeria) nos han legado sus vivencias en
creaciones literarias que tienen el mérito histórico (junto con las de Proba)
de ser las primeras producciones literarias femeninas del mundo romano.
Siguiendo el
ejemplo de Helena, la primera mujer de la nobleza occidental que viajó a
Palestina y Egipto por motivos religiosos fue la matrona de origen hispano[8] Melania la Mayor , (la “tres
veces beata” y la “mujer de Dios” como la denomina Paladio)
acompañada por Rufino[9]. Nacida hacia el 340 y viuda a los 22
años, emprendía en el 371-372 viaje de Roma a Alejandría con objeto de visitar
los enclaves monásticos. Conoce en Alejandría a Alejandra, la joven que huyendo
de un enamorado muchacho, para no herir sus sentimientos, había abandonado la
cuidad y recluida en una tumba recibía a través de una abertura lo necesario
para su sustento. Diez años vivió así, sin ver a nadie, hombre o mujer su
rostro.
Desde Alejandría
Melania, después de visitar también Nitria y las Celdas, Hermópolis y Dioscoro,
y de conocer a los grandes figuras monásticas Pambo, Arsiosio, Serapion,
Pafnuzio, Or y Macario el Alejandrino, se encaminó hacia Jerusalén el 374-375.
Allí fundó un monasterio, en el Monte de los Olivos, y continuó su vida ascética hasta su
muerte hacía el 410, tras 26 años de vida monástica[10].
No sin antes haber estimulado para la vida ascética a toda su familia durante
su viaje a Roma en el 399, logrando ganarlos a todos para la causa ascética. Su
nieta Melania, después de
un periplo con su marido por el Norte de África, terminará como la abuela
fundando un monasterio en Jerusalén donde vivió hasta su muerte.
De entre las
mujeres peregrinas que se atrevieron a emprender tan ascético y espiritual
viaje estrechando los lazos entre Occidente, Constantinopla y los Santos Lugares
el caso más llamativo es el de Egeria y su conocido relato de viaje tan eficaz
para conocer la vida monástica de Oriente y la Liturgia de Jerusalén en
aquel periodo. Sin embargo, nosotros vamos a fijarnos en otra dama hispana que
por el fausto que desplegó en su viaje levantó la curiosidad y también alguna
que otra crítica entre sus contemporáneos, fue el caso de Poemenia.
Poemenia fue una de esas matronas hispanas con
parentesco en la corte del emperador y relacionada con la misma Melania, de la que
las fuentes que poseemos nos atestiguan su viaje a Palestina y Egipto. Las
fuentes que nos informan de su viaje son escasas, pero suficientes. Fueron
reunidas por Paul Devos en un reconocido artículo[11]:
La primera información nos la brinda
Paladio en su Historia
Lausiaca, 35:
Cuando la sierva de Dios Poemenia fue
a visitarle, tampoco quiso comparecer delante de ella, pero le hizo confidente
de algunos secretos Juan la recomendó que volviendo a la Tebaida , no pasara por Alejandría: .'De lo
contrario -dijo- tendrás que arrostrar muchos sinsabores. Ella, empero, o por
no prever las cosas de su itinerario o por olvido, se embarcó para Alejandría
con ánimo de visitar la ciudad.
Durante
la travesía sus buques atracaron cerca de Nicópolis para descansar. Sus criados
que habían desembarcado tuvieron, a raíz de una disputa, una dura refriega con
los indígenas, que son gente belicosa. Estos cortaron un dedo a un eunuco,
mataron a otro, e inclusive sin advertirlo, arrojaron al río al santo obispo
Dionisio de Alejandría Y por si eso fuera poco, llenaron de insultos y amenazas
a Poemenia, después de haber herido al resto de la servidumbre.
Por su parte se han conservado en un
manuscrito copto-saídico dos referencias independientes de Paladio. En su
página 18 se lee:
... llamada
Pemenia. Traía consigo obispos y sacerdotes- pues era muy ortodoxa- y eunucos,
con otros siervos, algunos de ellos bárbaros, de los Mauros. Se embarcó en sus
propias naves y se dirigió hacia Egipto, hasta los pies de san Juan para
pedirle que la curase. Cuando llegó a la cuidad de Alejandría, dejo sus barcos
en la orilla del mar, y se embarcó en sus propios barcos egipcios, hasta que
llegó a la Tebaida. Nada
más llegar, preguntó por Juan. Le informaron que su sirviente no dejaba
aproximarse a nadie cerca de él, excepto algún sábado que otro, y que nunca
hablaba con mujeres. Cuando supo esto, espero en la cuidad hasta el sábado
próximo y le envió los obispos (a decirle): “He venido a ti desde un lugar muy
lejano”. Cuando estos llegaron a su presencia, le abrazaron y le informaron de
la razón de su visita. El bienaventurado Juan les dijo: “Dios le otorgará la curación y
creedme, hijos míos, que desde que permanezco en este retiro, nunca he hablado
con una mujer; pero puesto que ha venido, Dios se lo concederá”. San Juan cogió
agua, rezó sobre ella, y un poco de aceite de la iglesia vecina y se lo dio a
los obispos: “Que beba y descansará”. Cuando llegaron a la cuidad, le llevaron
el aceite. Tras beberlo, al cabo de una hora, gracias a la fuerza del santo
Espíritu que residía en él, vomitó por su boca la enfermedad que estaba en su
interior, curada de la calamidad que la afligía y se puso a dar gloria a Dios y
a san Juan. Al día siguiente, se encaminó hacia él, rogándole que le dejase
ver...
En el mismo manuscrito, pero en la
página 62 también encontramos una referencia a nuestra heroína:
Se dice también a propósito del bienaventurado Juan
que después que la sierva de Dios Pemenia salió de su presencia para retornar a
su cuidad, quiso antes ir a la cuidad de Jerusalén y adorar el Santo Sepulcro
de Cristo, el Gólgota y el lugar... la Anastásis <y> la gruta.
Otra referencia a Poimenia se
encuentra en una traducción siria de la biografía de Pedro el Ibero escrita
originalmente en griego por Juan Rufus, un siglo más tarde de ocurrir los
hechos. A propósito de distinguir a sus lectores a las dos Melanias de una
tercera dama que, según él, las había precedido en Jerusalén:
Hubo otra antes que estas dos, famosa por su familia
y fortuna, muy púdica y piadosa, de nombre Poemenia (Pommia) que gustaba
residir en los lugares santos y venerados, de quien las citadas anteriormente
imitaron su conducta y caridad, que hizo construir así mismo y rodear de
construcciones la iglesia de la santa Ascensión y derribar un ídolo que se
encontraba sobre el monte llamado Garizín, en Samaría, que todavía estaba en
pie y era venerado hasta entonces por los habitantes del país.
La última referencia encontrada la
hallamos en un manuscrito etíope a propósito de Juan de Licópolis:
En cuanto a su reputación fue muy notoria, una mujer
noble de la familia del rey[12] vino hasta él para ser curada de una
enfermedad y por su oración fue sanada.
Con estos datos
P. Devos conjetura que nos encontramos ante una matrona hispana de la familia
del emperador Teodosio, de gran fortuna y de ortodoxa fe nicena, que peregrinó
a Egipto, hasta la cuidad de Alejandría y de allí se embarcó en sus barcos
fluviales remontando el Nilo hasta llegar a los pies de Juan de Licópolis para ser sanada. A su vuelta, en la
que por descuido o presunción de Poemenia, ocurrió el incidente con los nativos,
se encaminó hacia Jerusalén para visitar los santos lugares cristianos. Residió
allí algún tiempo. Construyó la basílica de la Anástasis y otras
construcciones más.
Pero no acepta
Devos la afirmación de Juan Rufus a propósito de la anterioridad de residencia
en Jerusalén de Poemenia sobre las dos Melanias, porque la otra peregrina
hispana, Egeria, menciona en su Itinerario el “lugar” de la Ascensión , pero no la
basílica. Es decir, a finales de marzo del 384, fecha de estancia de Egeria en
Jerusalén, la basílica de la
Anástasis aún
no había sido edificada. Por ello P. Devos prefiere datar la peregrinación de
Poemenia entre el 384 y el 395.
No es difícil
imaginarse con los datos que poseemos el aparato que la comitiva que acompañaba
a Poemenia representaba, ni el derroche financiero que suponía tanto el viaje,
como los gestos de caridad y la construcción de edificios. Por ello no nos
resulta extraño que el austero Jerónimo hiciera referencia peyorativa[13] de todo esto en su carta a Furia:
Hace poco[14] hemos visto algo escandaloso cruzando
todo el oriente: la edad y la elegancia, el vestir y el andar, la indiscreta
compañía, las exquisitas comidas, el aparato regio, todo parecía anunciar las
bodas de Nerón o de Sardanápalo.
Olvida el huraño Jerónimo, sin
embargo, y él lo sabe bien, los inconvenientes ascéticos que un viaje como este
acarrea y el anhelo espiritual que
representa encaminarse con resolución a venerar los Santos Lugares, a conocer
el país de Jesús y a los santos monjes. Y aquél que se llevaba su biblioteca al
desierto, bien puede comprender que Poemenia trasladase consigo las condiciones
a las que estabas acostumbrada.
CONCLUSIÓN
Tenían razón los Padres, críticos con
las peregrinaciones, cuando
afirmaban que para el cristiano todos los lugares son santos y en todos los
lugares se pueden elevan oraciones a Dios. Sin embargo, no es menos cierto que
las visitas a los Lugares Santos vinculados con la Muerte y Resurrección de
Jesús, además de los lugares bíblicos emparentados al recuerdo de los
Patriarcas, los profetas y los apóstoles, las tumbas de los mártires y los
lugares de los monjes, no pueden dejar de evocarnos dos grandes verdades
basares del cristianismo: 1) la encarnación de nuestra fe, 2) el misterio de la comunión de los
santos.
En efecto, el creyente al peregrinar a un lugar-memorial
para la fe está confesando que nuestra fe descansa en la histórica, se
fundamente sobre sucesos reales, sobre acontecimientos históricos. No es
elucubración fantasiosa, sino acontecimiento. Y está confesando también que se sabe
inscrito en una Iglesia de santos cuya santidad considera algo suyo, además de
modelo para su vida. Acercarse a la santidad, aunque sólo sea para reconocerla
ya es un aldabonazo para replantearnos la nuestra.
[1]
Cf. Ambrosio de Milán, De obitu Theodosii,
41-42, trad. R. Teja, El cristianismo
primitivo en la sociedad romana, Madril 1990. p. 210.
[2]
Elogiado por Eusebio en su Vita
Constantini 3,42 y mencionado también por Egeria en su Itinerario 26, 9-10: “Y ¿qué decir de la ornamentación de la misma
iglesia? Constantino bajo la vigilancia de su madre, en cuanto lo permitieron
las circunstancias de su reino, decoró con oro, mosaicos y mármoles preciosos
la iglesia mayor, la Anástasis, la Cruz y demás santos lugares de Jerusalén”. Y
es en su honor por lo que “la preciosa iglesia que está en el Monte de los
olivos” se llama “Eleona”.
[3]
Cf. P. Maraval, L’attitude des Pères du IVe
siècle devant les lieux saints et les pèlerinages, en Irénikon (1992) 5-23.
[4] Epístola
2, 6-7.
[5] Epístola 2, 10.
[6] Epístola 58, 4. San Jerónimo, Epistolario I,
BAC, Madrid 1993.
[7] Epístola 2, 16.
[8]
Cf. Paladio, Historia Lausiaca, 46,
(trad.) SANSEGUNDO Valls, Vida de los Padres del desierto, Sevilla
1991.
[9]
Cf. Rufino, Apología contra Hieroninum 2, 26. Para la figura de Melania
remitimos a nuestro primer volumen de la Matrología,
pp. 407- 422.
[10]
Cf. Paladio, Historia Lausiaca, 5,2; 9; 10,2; 18,28; 38, 8.9; 46,1; 54, 1-9; 55.
[11]
P. Devos, La “servante de Dieu” Poemenia. D’apès Pallade, la tradition copte et
Jean Rufus, en Analecta Bolandiana 87
(1969) 189- 212.
[12]
El emperador Teodosio I.
[13]
Cf. P. Devos, Sant Jérôme contre Poemenia?, en Analecta Bolandiana 91 (1973) 117-120.
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