Si hay una
cosa que convence, que atrae, que llena de admiración, es una persona íntegra,
clara en sus pensamientos y acciones, transparente, sin dobleces, de corazón
grande y profundo, para acoger y discernir, sabiendo dar una palabra justa,
después de un meditado silencio que construye interiormente para después pasar
a las obras. Y, al mismo tiempo, con la admiración, puede surgir también la
envidia, el desasosiego, porque nos pone delante nuestra realidad, nuestra
verdad, que quisiéramos que fuera la Verdad, pero que nos da miedo afrontar con
un “sí” o un “no” sinceros, o un silencio fecundo que sea más elocuente que mil
palabras, porque hable más el testimonio de nuestra vida.
Este es Jesús,
nuestro Rey y Señor. Esto es lo que tenemos que aprender. Aprender a
escucharle para poder acoger y vivir la Verdad, que es Él mismo: “Todo el que
es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18). No hay medias tintas, no cabe
mediocridad en el seguimiento de Cristo, nuestro Rey y Señor. Por esto los
santos, los que mejor transparentan a Cristo, dejando que sea Él mismo quien
brille con su Luz dentro de ellos, nos animan a esto, a vivir en verdad. Y San
Benito nos lo dice hasta en los capítulos de la Regla más prácticos y sencillos como el 43. Sé
sencillo en la veracidad de tu vida monástica. Acoge en verdad las acciones más
sencillas del día a día, hasta el ofrecimiento más pequeño. Todo esto reclama
una vida abierta a lo inesperado con gratitud y asombro por la novedad que
engendra el Espíritu de Dios. Un corazón sensible para los signos más pequeños.
De lo contrario, el corazón se endurece hasta llegar a la obstinación y el
encerramiento en el propio criterio, en la pequeña verdad creada a imagen de lo
que consideramos bueno o malo, cerrando las puertas a Cristo y a los hermanos
para recibir la luz de la Verdad.
Cuando
comprendemos esto, cuando hacemos de la realeza y majestad de Cristo el centro
de nuestra vida personal y comunitaria, gozamos ya en la tierra del Reino de
Cristo, donde viviremos en plena unidad, porque todos lo respetaremos y nos
respetaremos, viviendo la plenitud del amor y de la paz. La santidad será nuestro adorno por días sin término
(cf. Sal 92) y gozaremos de la gracia y la paz del Testigo fiel, el príncipe de
los Reyes de la tierra (cf.Ap 5,1-8). Y con Él seremos hoy luz de la Verdad
para nuestros hermanos y hermanas, seremos testigos de la Verdad con nuestra
vida sincera, en la sencillez de la oración y el trabajo de cada día. Como
hacen los santos de hoy y de siempre. Válganos de ejemplo el Cardenal
Newman, que oraba así:
Amado Señor,
Ayúdame a esparcir tu fragancia donde quiera que vaya.
Inunda mi alma de espíritu y vida.
Penetra y posee todo mi ser hasta tal punto que toda
mi vida solo sea una emanación de la tuya.
Brilla a través de mí, y mora en mí de tal manera que
todas las almas que entren en contacto conmigo
puedan sentir tu presencia en mi alma.
Haz que me miren y ya no me vean a mí sino solamente a
ti, oh Señor.
Quédate conmigo y entonces comenzaré a brillar como
brillas Tú;
a brillar para servir de luz a los demás a través de
mí.
La luz, oh Señor, irradiará toda de Ti; no de mí;
serás Tú, quien ilumine a los demás a través de mí.
Permíteme pues alabarte de la manera que más te gusta,
brillando para quienes me rodean.
Haz que predique sin predicar, no con palabras sino con mi ejemplo, por la fuerza contagiosa, por la influencia de lo que hago, por la evidente plenitud del amor que te tiene mi corazón. Amén.
Haz que predique sin predicar, no con palabras sino con mi ejemplo, por la fuerza contagiosa, por la influencia de lo que hago, por la evidente plenitud del amor que te tiene mi corazón. Amén.
Santa María
nos acompañe y conceda vivir en Verdad según el Corazón de Cristo.
M. Eugenia Pablo
Monasterio de San Benito, Talavera de la Reina
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